Estaba hambrienta. Hacía ya tres días que la habían encerrado en aquel lugar...y desde entonces lo único que podía hacer era beber lentamente de la jarra que aparecía cada mañana junto a ella. No tenía nada que llevarse a la boca...bueno, en realidad estaban aquellas manzanas. La habitación estaba llena de ellas, manzanas tersas y rojas, cuyas pieles emitían un suave brillo a la luz de los fluorescentes. Pero había algo raro en ellas, el primer día estuvo a punto de morder una, pero al tocarla sintió que su mano se adormecía...y no tardó ni un segundo en tirarla contra la pared. Fue un ratón el que confirmó sus sospechas. Se acercó a los restos aplastados de la fruta y los mordisqueó con avidez. Al principio le pareció que no ocurría nada, y el roedor siguió comiendo impune. Pero apenas unos segundos después dejó de moverse, simplemente, paró en seco, dejando caer su pequeño cuerpecillo contra el suelo.
Habían pasado dos días desde aquello, y las manzanas seguían estando igual de hermosas. Parecían inmunes al paso del tiempo, como si la podredumbre no pudiera alcanzarlas. "Más letales que el mismo paso del tiempo" pensó. Pero los días pasaban y a ella le costaba cada vez más abrir los ojos. Tenía frío, y el hambre le oprimía el estómago como una mano de hierro que atravesara su piel. No sabía qué hacer, aquel sitio era pequeño y asfixiante, y la visión de toda aquella fruta que no podía probar la mortificaba cada segundo. Le dolía el cuerpo entumecido y la cabeza le pesaba demasiado como para poder mantenerla erguida. Ya no podía soportarlo más.
Tenía que hacerlo, sabía que era entregarle la victoria a su captor, pero era la elección entre el dulce beso de una muerte rápida y la lenta agonía y desesperación de la inanición. Así que alargó una mano huesuda que no reconoció como suya y tomó una de las manzanas más rojas. Tenía los dedos tan entumecidos que ni siquiera podía sentir el tacto de aquella piel suave. La miró con detenimiento, era muy hermosa, roja como la sangre, con una silueta perfecta, incluso su olor era exquisito. Una mezcla del dulce aroma a fruta y el punto amargo del olor a muerte. Sin apartar la mirada de ella la mordió con cuidado. Saboreó el jugo de la fruta que le llenaba la boca, y entonces ya no pudo parar. Era lo más delicioso que había probado nunca, y su estómago famélico rugía como una fiera pidiendo más. Así que la devoró por completo, sin apenas masticarla...para luego arrojar los restos contra el suelo y agarrar con ansia una nueva fruta que engullir. No fue hasta la tercera vez que repitió el proceso cuando todo comenzó a dar vueltas a su alrededor.
Una cálida sensación se extendía por todo su cuerpo, haciéndola sentir cansada y adormecida. Al principio no era más que un cosquilleo, pero al poco tiempo comenzó a quemarla. Como si la misma sangre le hirviera en las venas. Trató de gritar, pero el fuego se había instalado en su garganta, impidiendo que de ella saliera cualquier tipo de sonido. Alzó los ojos hacia el fluorescente que iluminaba la pequeña habitación, quería que la luz fuera lo último que vieran sus ojos antes de cerrarse para siempre. Y así fue, no tardó mucho en dejarse caer sobre las rodillas, con la cabeza alzada y sujetándose la garganta con ambas manos. Fue entonces cuando los párpados comenzaron a cerrarse con lentitud, mientras su cuerpo sin vida terminaba de caer sobre un montículo de aquellas que le habían arrebatado la vida. De aquellos pequeños bocados de muerte.
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