Entró en la habitación acaloradamente, abriendo la puerta de un golpe y se detuvo en seco frente a la estantería. Tantas habían sido las tardes observando aquellos libros, acariciando sus lomos incapaz de decidir cuál escoger a continuación. De repente la visión de aquellas cubiertas era insoportable. Alargó una mano temblorosa y agarró con fuerza uno al azar, casi tirando de él para sacarlo de aquel estante abarrotado y se quedó mirándolo con ojos desenfocados. Y gritó. Gritó como no había gritado nunca. Los alaridos nacían en lo más profundo de sus entrañas y se abrían paso hacia el exterior con uñas afiladas, desgarrando todo lo que se encontraban a su paso. Incapaz de contenerlos permaneció inmóvil, con el libro firmemente sujeto entre las manos y ojos vacíos, mientras notaba como cada sonido que salía de su boca la hacía un poco más ligera, y continuó hasta que se sintió como si la más suave de las brisas pudiera levantarla del suelo.
Entonces abrió el libro y lo colocó ante ella sin mirarlo, sujetando una tapa con cada mano y tiró con todas sus fuerzas. Era un inmenso volumen forrado en cuero que, si bien al principio opuso cierta resistencia, pronto se convirtió en un sinfín de hojas sueltas que volaban por toda la habitación. Y mientras observaba como caían sintió que caía con ellas. Se sintió como aquel libro, roto y desmenuzado, esparcido y sin saber muy bien cómo recomponerse.